El guardapolvo blanco matizado con manchas de aventuras quedo colgando del perchero del pasillo, las milanesas de crocante redondez devoradas por las ganas de jugar, serán digeridas en el paseo de la siesta barrial. Me subo a la bici, dando vuelta a la manzana pedaleo las calles vacías y me cruzo en la puerta de su casa con mi amiga “la hija de la del taller de costura”, con ella y su retacona pubertad de nariz aguileña y gestos cálidos nos llevamos bien desde que llegó. No pertenece al grupo de las de siempre, está recién mudada (no sé de donde porque nunca le pregunté donde vivía antes, pero poco nos importa) desde que llegaron para mí esa casa cremita, estilo mi barrio, una puerta de madera al centro y una ventana en cada costado, se transformó en una nueva morada para los juegos y aventuras en las tardes sin qué hacer.
Ellos además de vivir en esa casa tan definida en líneas rectas, comparten los días con muchas mujeres que trabajan para su mamá que es dueña de un montón de maquinas de coser que se suceden una tras otra en lo que alguna vez fue un garaje profundo y angosto, que en vez de portón, ahora es un frente de vidrio pintado de blanco con cal y rejas que lo vuelven impenetrable, aunque a veces, la puertita de chapa de al lado se abre para nuestra feliz curiosidad y nos dejan entrar a eso que no se sabe ni se ve desde afuera. A mí me sienta súper ese lugar, la radio suena fuerte todo el tiempo al ritmo de movedizas cumbias y ventas de bailes para el fin de semana donde las damas entran gratis intentan aplacar el zumbido que imponen las puntadas sucediéndose unas tras otras, azules, rojas, verdes, blancas en zigzag o rectas pero siempre prolijamente alineadas. Vistos así esos recortes de tela que estas mujeres unen no son nada, me gusta descifrar si volverán en forma de polleras o remeras frente a nuestros curiosos ojos en alguna vidriera de las roperías del centro.
Mate dulce con pila de azúcar, palos que flotan y la bombilla besada por mil bocas con anónimas historias, bizcochos de grasa y un montón de hilachas que cada uno de los que atravesamos ese pasillo nos llevamos tatuados para nuestro hogar como souvenir del paseo. Entre ese montón de mujeres la mamá de mi amiga parece cualquiera de ellas, chaleco de polar, alfileres abrochados en su pecho, pantalón cómodo y zapatillas, nada la distingue, aunque seguro mi amiga “la hija de la del taller de costura” pueda reconocerla con los ojos cerrados. Yo a mi mamá la adivino por el ruido que hacen sus pulseras cuando camina, seguro que mi amiga también tiene ese poder de sentirla llegar aunque no haya ojos que puedan ver la distancia.
A la tardecita salimos a la vereda, las bicicletas están ahí tiradas sobre el pasto del frente que no creció, nos sentamos en el escalón de entrada a su casa. Las rodillas cuentan arrastradas, las uñas negras manos inquietas, mis pelos están revueltos y disfruto del silencio después del juego; algún veterano pausadamente camina y nos saluda, yo despego cuidadosamente cada hilito que encuentro en mi short de flores, pienso que tengo que volver a lo solemne y espacioso de mi casa, me da fatiga, pero el deseo de un vaso de soda fresca y el reposo en el sillón blanco me animan a abrazar a mi amiga, despedirme, subir a la bici y pedalear en dirección a la puerta verde. Entro y escucho venir a mi mamá, lleva puesta su cartera de cuero y la falda amplia estampada, me pregunta si la acompaño, dejo rápido la Aurorita en el patio y me subo al Renault 12 azul, nos vamos de compras, la radio informa el tránsito congestionado de la Capital y en mi barrio el cielo está cada vez más naranja mientras los vecinos sacan su silla a la vereda.
Dedicado a Marcela Mateo, la hija de la del taller de costura.
Invierno de 2017,Buenos Aires.
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