Novela en construcción.
4
Intentó comer un choripán, lo sacaron corriendo, ahuyentándolo como a un perro con sarna. Ya no le quedaba más que el short que traía puesto hace meses, balbuceó hambre y revolvió las bolsas que lo atropellaron en su camino, pateó requechos de bronca en cualquier esquina, mientras un mapa no trazado de líneas incongruentes lo perdían desalmado en la ciudad.
De repente, porque así anduvo, de imprevistos e inmediateces turbadas, un muro cálido y desocupado lo contuvo como morada, era día de suerte, un alguien imperceptible, quizás un guiño epifánico de los rizos blondos, le puso una caja dulce entre manos y lo animó a reposar. Bebió tranquilo, sus ojos empezaron a recuperar algo de nitidez, desde ese rincón se le empezó a aclarar la mirada y descubrió que otros tantos se acercaban tumbando a sus lechos contenedores. Se encendieron fuegos, se levantaron voces y también escuchó alguna carcajada, emergió en él un grito gutural y ofrendo al horizonte su elixir en caja desprovisto de intensión, tan solo, celebró la parada.
Ese rectángulo de ladrillos apilados, medio chanfliado, se convirtió en territorio. El barrio a su alrededor estaba repleto, con los días dormidos en el cuerpo y algún gesto amigo de por ahí no más, algo de su temple estaba volviendo, no tenía claridad sobre el tiempo transcurrido ni sobre el lugar donde estaba.
Se paró ni bien se despertó, superado el mareo inicial, giró apoyando su brazo en la tapia y meo, ahí no más, levantó la vista por encima del filo y revisó la mañana, las ruinas de ese proyecto de estadio inconcluso devino comuna de desamparados y él ahí encontró un provisorio destino.
Le chifló uno, ni bien lo vieron levantar la mirada, desde el primer montículo de gradas desarmadas que estaba a unos metros, junto al fuego y dos flacos más, Catamarca, le gritaron, acercate al ruedo, alargá la piola, tomate un trago, él reaccionó, no sabía de haber hablado con nadie pero que sepan de su lugar lo animó a acercarse desconfiado y porque tenía sed.
Desierto, mi nombre es Desierto.
Comentó parco, defendiéndose de un golpe que no le habían soltado. Entonces, Desierto, vení sentate, le dijo el más viejo de los tres, le contó que lo habían visto llegar reptando la otra tarde, que chamuyaba alguna cosa entre dientes y que dormido había empezado a sacudirse, como con convulsiones, que lo escucharon nombrar pueblos distintos y que alguno de por ahí supo que eran de Catamarca, por eso lo llamaron así. Él escucho sin mover siquiera un pliegue de su cara, le invitaron un trago y unas empanadas verdosas que esperaban ser bocado sobre un papel maltrecho. No dijo ni una sola palabra, ni siquiera gracias, cuando devoró todo lo que quedaba disponible. Estuvieron los cuatro ahí reunidos, pasaron de mano en mano la botella con vino, hasta que Desierto se largó a llorar.
Buenos Aires, 2019/ 2020.
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