Novela en proceso.
2
Lo patearon tanto esa madrugada que solo su walkman siguió sonando.
Hacía dos semanas había llegado a la cuidad y luego de caminar, caminar y caminar; aturdido, perturbado y entumecido por lo recorrido, llegó al frente de “El remanso”. La puerta entreabierta roja y el cartel de lugar disponible le indicaron que estaba en el sitio correcto. No le importó si tenía dinero, tampoco qué le prometió al encargado de la improvisada recepción para que lo dejara entrar, pero lo cierto, es que instantes después estaba recostado en un camastro gris desvencijado, pasado por infinitos cuerpos, que con cada movimiento rechinaba metálico, agotado de su excesivo uso.
Las bocinas de los aplastantes colectivos, intensas e insistentes, le impidieron cerrar los ojos. Los vecinos que cotorreaban sus cuestiones a viva voz, al otro lado de la pared, le daban sobresaltos. La ansiedad del encierro sin ventana y el sudor exagerado, lo empujaron a salir. Antes, sentado sobre el camastro y sin más equipaje que su existencia observó sus ojotas gastadas, suela de goma impalpable con minúsculas tiras que intentaban contener los pies hinchados y morados, como si hubiesen estado sumergidos en un lagar de uvas. Inhaló todo el aire que sus pulmones pudieron contener, lo exhaló, y salió.
El calor aplastante del enero citadino se compensaba con el short y la camisa liviana, la desprendió por completo ni bien pisó la vereda. Se asomaba, con el vaivén de la tela, un tatuaje mal dibujado en su pectoral izquierdo, rezaba “Isabel”.
Anduvo la tardecita viendo, descubrió aquí y allá que nada se parecía a lo que hasta acá su vida había sido, la velocidad y el volumen lo desencajaban en cada pestañeo. Se mareaba, pero al cubículo encierro no podía volver. Compró en el almacén, con algunas monedas, una caja de vino blanco y dulce; con agilidad entrenada, mientras pagaba, se escondió 4 pilas doble AA en los huevos. Pudo revivir su walkman y el cassette comenzó a girar devolviéndole algo de calma, la frescura de los sorbos volvieron más livianas sus piernas y más amable el entorno.
Así se la pasó sin hablar con nadie, como casi siempre, toda la noche viendo a las prostitutas reír entre clientes, volviendo natural la exposición casi nudista y explotada, al cafetero tomando una birra con el grupo de muchachos con camisetas de Huracán, a varios patrulleros desvencijados y de luces bajas, que repetidas veces transitaron las mismas calles y en ocasiones frenaban para conversar con algunos por ahí, siempre en penumbras. Lo vieron, lo vieron y lo miraron varias veces, casi todos ya sabían que él estaba allí, aunque nadie se acercó.
Volvió al frente de la puerta roja, ya con el claro en el cielo, las ojotas en la mano y una caja de tetra dulce a la mitad, se sentó en la acera a esperar que suceda el sueño o la mañana, la mirada empañada por el fango y un agotamiento empalagoso que no se entregaba al sueño. Entonces fue que llegó la primera patada, entre un pestañeo y otro, en el pómulo derecho, y después otra en el hombro izquierdo y ya revolcado en el piso un montón más por todo el cuerpo. Los pibes esos le arrancaron los auriculares y se llevaron susurrando la canción “noviembre, me fusila y amanece sin vos”.
Reptó por las ásperas baldonas, rojo y partido, se arrastró hasta la caja de vino, dio un último gran sorbo y con el brazo se corrió la sangre de la cara.
Se durmió apoyado contra el escalón.
Buenos Aires, 2019/2020.
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